El bosque como figura-arquetipo en el espacio simbólico

El bosque desde la sombra de los tiempos ha sido un territorio favorecido para la contemplación humana, que ha visto en él, como diría el investigador Yáñez Velascor, un espejo, en muchos casos roto o deforme.

La importancia del papel de la Imaginación la señalan nuestros filósofos cuando dicen que puede ser “el Árbol bendito” o “el Árbol maldito” del que nos habla el Corán, lo que quiere decir Ángel en potencia o Demonio en potencia.

Henry Corbin

Los árboles y los bosques, a decir de Judith Crews, probablemente por su gran tamaño y a veces por su longevidad, excitaron vivamente la imaginación de las sociedades anteriores a la invención de la escritura. Tenían vida como los seres humanos y los animales, pero no se movían de un lugar a otro; como las montañas y las piedras parecían inmóviles, pero al mismo tiempo podían cambiar y balancearse. Los bosques tupidos hubieron de parecer misteriosos. Incluso los árboles solitarios, especialmente en un lugar yermo, pueden haber parecido milagrosos si ofrecían alimento a un vagabundo hambriento.

Los primeros humanos vieron y tocaron los árboles; los utilizaron para alimentarse, calentarse, abrigarse, vestirse, hacer vallados y barreras, lanzas y arpones; y los quemaron, cortaron o transformaron en numerosos objetos. Sus sombras daban cobijo, camuflaje y escondrijo a personas a uno u otro lado de la ley.

Con el tiempo, los bosques y determinadas especies de árboles han llegado a representar conceptos diversos en las imaginaciones de poblaciones que viven en distintos lugares geográficos. La abundancia o la escasez de árboles en una localidad determinada influyeron en su imagen y en el papel que se les atribuyó en leyendas, mitologías y culturas.

Asumiendo lo planteado por el investigador Yáñez Velascor, el bosque se visualizará, desde los orígenes de la cultura oriental y occidental, como espacio físico o medioambiental y como espacio de conformación simbólica. Como espacio físico el bosque, en muchos territorios, o bien ha dejado de existir o ha perdido la mayoría de características que lo definían en el imaginario colectivo. Sin embargo, esta pérdida o devaluación del espacio físico no se ha visto correspondida con un proceso semejante en el espacio simbólico.

Hoy en día encontramos numerosísimas manifestaciones culturales y literarias en las que el bosque aparece con unas connotaciones que se le adjudicaron durante la Antigüedad y la Edad Media. Pero la sociedad del siglo XXI no es la sociedad medieval y, por ende, el bosque simbólico actual no es el mismo que el medieval aunque recoja dentro de sí toda una tradición.[1]

Rastrear la historia del símbolo desde las culturas antiguas hasta la actualidad sin perder de vista la realidad del espacio físico que es el bosque, es entender la bifurcación operada entre ambos, bosque físico y bosque simbólico. El bosque, a pesar de haber desaparecido o, al menos, haber sido degradado como espacio físico a lo largo de la historia de occidente, como símbolo sigue manteniendo no sólo plena vigencia, sino también toda una riqueza de significaciones y una potencia simbólica igual o mayor que la que tuvo en los orígenes de la cultura.

 Cosmovisión del bosque como figura-arquetipo en el espacio simbólico

El bosque en la cosmovisión de diferentes pueblos está vinculado, ante todo, con el mundo animal (o con el mundo zoomorfo, cuyos habitantes se presentan con apariencia de animales). El bosque es una de las residencias principales de las fuerzas hostiles al humano (en las mitología dualista[2] de la mayor parte de los pueblos la oposición “aldea-bosque” es fundamental); a través del bosque pasa el camino hacia el mundo de los muertos.

En los mitos de algunas tribus de Oceanía el país del sol se ubica detrás del bosque. De acuerdo con las creencias de los selkup, la entrada al mundo inferior está situada en el bosque; el mundo de los muertos es la tundra orlada de cedros, o un promontorio cubierto por un bosque de cedros. La imagen del bosque virgen intransitable que rodea la entrada del hades, el reino subterráneo de los muertos, es característica también de las tradiciones griegas y romana (Ovidio, Metamorfosis IV 431; VII 402, y Virgilio, Aen. VI 237-238).

 En la medida en que se reinterpreta la oposición “aldea – bosque” en el espíritu de una diferenciación cada vez más considerable entre “la ciudad” y “el medio natural” (entre “cultura” y “naturaleza”, respectivamente), se modifica la actitud hacia el bosque y su guardián mitológico. En la mitología romana el Silvano (lit. “del bosque”) aparece no tanto en calidad de una deidad individual, como en calidad de una de las encarnaciones de Fauno, la deidad de los pajares de más allá de la ciudad. Es característico de algunas tradiciones la aspiración del héroe cultural a neutralizar al guardián del bosque mismo para construir en la ciudad natal.

En el poema sumerio “Gilgamesh y la montaña de los vivos”, Gilgamesh, acompañado de cincuenta ciudadanos de su ciudad y siete bogatyres-monstruos, realiza una difícil incursión contra el bosque de los cedros, tala los cedros y con ayuda de ayudantes maravillosos da muerte al guardián de los cedros: el monstruo Huwawa (Hubaba en el poema acadio). La obtención, con la ayuda de los dioses, de árboles de gran dureza de los bosques montañosos, necesarios para construir los palacios, constituye el contenido de un gran número de especiales textos sagrados constructivos, que se conservan en los originales hatti (“protohititas”) y las traducciones hititas.      

Con frecuencia, en los casos el bosque, montañoso la mayoría de las veces, aparece como objeto de veneración, es personificado como una cresta cubierta de bosque. De los tres mundos fundamentales, el bosque pertenece por lo regular al mundo de en medio y en algunas lenguas la denominación bosque se forma a partir de una palabra que significa “medio”, que en la hikmat muta‘aliah sería el mundo intermedio, al ‘ālam miṯālī (العالم المثالي) o mundus imaginalis, que dentro de esta concepción del universo se denomina octavo clima.[3] La afinidad entre el significado de “bosque” y “montaña”, que en muchas lenguas se los designa con una misma palabra, conduce a la formación del sistema triádico de mundos “cielo- montaña (cordillera montañosa cubierta de bosque)- agua”.

Es bajo esa figura-arquetipo que el filósofo Henry Corbin traza un análisis sobre la función sofiánica del bosque-montaña dentro de un universo geosófico mazdeísta que impregna la filosofía de la escuela ishraq con su consumación principal en la escuela  heredera de esta tradición, la filosofía trascendental o hikmat muta‘aliah. Dice el filósofo francés de este modo: 

La percepción del misterio sofiánico de la Tierra, de la geosofía, no puede realizarse, evidentemente, en el ámbito de una geografía positiva. Implica una geografía visionaria, lo que se ha llamado con acierto un “paisaje de Xvarnah”, es decir, un paisaje que simbolice el Frashkart. No se dispersa en espacios profanos previamente dados, concentra el espacio sacro in medio mundi, en el centro de visión que determina la presencia misma del alma visionaria (o de la comunidad visionaria), y que no es necesario situar, ya que es ubicadora por sí misma. Los aspectos geográficos, las montañas, por ejemplo, tampoco son ya meros aspectos físicos, pues tienen un significado para el alma; son aspectos psico-cósmicos que constituyen una geografía imaginal. Los acontecimientos que allí se desarrollan consisten en la visión misma de estos aspectos; son acontecimientos psíquicos, los de una historia imaginal. En este centro se encuentra también el paraíso de Yima, el paraíso de los arquetipos, porque allí tiene lugar el encuentro de los seres Celestiales y los Terrenales.”[4]

De esta forma la figura-arquetipo del bosque- montaña responde al elemento imaginal en la geografía visionaria, el mundo intermedio o la existencia intermedia que es el mundo exento de materia, pero que posee imágenes ideales como las imágenes en la mente humana, (la imaginación, el sueño)[5]. Estos elementos simbólicos vienen del universo mazdeísta:

“Ésta es la imagen de la Tierra que nos mostrará el procedimiento cartográfico de los antiguos iraníes. De igual modo que un paisaje de Xvarnah no puede tratarse mediante un arte representativo, sino que requiere esencialmente un arte simbólico, tampoco esa cartografía trata de reproducir el contorno de ningún continente. Da forma a un instrumento de meditación que permite alcanzar mentalmente el centro, el médium mundi, o más bien situarse entrando en él. Sólo una geografía visionaria puede ser escenario de acontecimientos visionarios, porque ella misma forma parte de éstos. Las plantas, las aguas y las montañas se transforman en símbolos, de modo que quien los capta es el órgano de una Forma imaginal, que es a su vez la presencia de un estado visionario. Al igual que las Figuras celestes, los paisajes terrenales aparecen entonces aureolados por la Luz-de-Gloria, contemplados en su pureza paradisíaca, y las visiones de Zaratustra, sus encuentros con Ohrmazd y con los Arcángeles tienen lugar y son “Imaginados” en un paisaje de montañas resplandecientes en las auroras, con aguas celestes donde crecen las plantas de inmortalidad.”[6]

En esa relación arquetípica imaginal de la cosmovisión dualista la figura bosque-montaña cumple con la función de mediadora entre la luz y la oscuridad, bien y mal:

“El libro mazdeísta del Génesis (Bundahishn) nos describe la formación de las montañas con un rasgo sorprendente: ante el ataque de las Potencias demoníacas de Ahriman, la Tierra fue víctima de un temblor y se estremeció de horror y rebeldía. La Tierra erigió sus montañas para ofrecer una muralla, y surgió en primer lugar la poderosa cadena de montañas que la rodea, llamada en el Avesta "Hara berezaiti". Etimológicamente es el persa Alburz, y es el nombre que actualmente tiene la cadena montañosa que bordea el norte de Irán, de oeste a este; y es allí también entre las cimas y las altas llanuras internas de esta cadena, donde la tradición sasánida situó los distintos episodios de la historia sagrada del zoroastrismo. Por esta razón podemos dejar de lado toda discusión de topografía material positiva para considerar tan sólo la Imagen, la Forma imaginal en tanto que órgano de percepción, y tal como se percibe a través de una psico-geografía, de una geografía imaginal.

Es evidente que estamos muy lejos de la visión común y de las evidencias positivas. El Alburz no ha dejado de crecer durante ochocientos años: doscientos años hasta la pausa de las estrellas, doscientos años hasta la de la Luna, doscientos años hasta la del Sol, doscientos años hasta la de las Luces infinitas. Éstos son los cuatro grados del Cielo mazdeísta. El Alburz es en realidad la montaña cósmica, erigida por el supremo esfuerzo de la Tierra para no separarse del Cielo. Es "la montaña resplandeciente... donde no hay noche ni tinieblas, ni enfermedad con mil muertos, ni infección creada por los demonios". Allí se encuentran palacios divinos creados por los Arcángeles. Todas las demás montañas proceden de ella, como un árbol gigantesco que crece y extiende sus raíces, de las que surgirán otros árboles. El sistema montañoso forma pues una red en la que cada cumbre traba un nudo. Ante su enumeración (se ha aludido a una cifra de 2.244), se ha tratado de identificarlas, unas como "reales", otras como "míticas". De unas y otras digamos más bien que lo único que se nos muestra con certeza es su Forma imaginal, la Imago, órgano y forma de visión a la vez en el mundus imaginalis.”[7]

En otro sentido el bosque podría representar al mundo del Espíritu, que es el intermundo o el  barzaj (برزخ) entre el mundo de la Inteligencia (al ‘ālam ‘aqli العالم العقل) y el mundo del Alma, porque no posee ni la sustancialidad de la Inteligencia ni la plasticidad e individualidad del Alma. Un barzaj es un intermedio entre dos mundos. Hay un intermundo, un barzaj entre el mundo de la Inteligencia y el mundo del Alma, porque ésta es la estructura que se desprende de la disposición divina, y en filosofía es un hecho aceptado que el universo de la Verdad no tenga ningún vacío. Los mundos están estructurados los unos sobre los otros formando un conjunto continuo. Cada vez que se consideran dos universos debe haber entre ellos un barzaj. En una aleya coránica se dice: "Ha separado los dos mares confluentes: entre ellos hay un barzaj, y no se desbordan el uno sobre el otro" (55:19-20).

Así la figura-arquetipo del bosque refiere a una posición barzaji, intermedia entre dos polos, los vivos y los muertos, la luz y la oscuridad, el mundo superior e inferior. Árboles y bosques asumieron la posición de medios de comunicación entre dos mundos.[8] En ese sentido de mediación, en las mitologías de muchos pueblos de África occidental cada hombre tiene un espíritu forestal (a menudo heredado de generación en generación). Entre los nanai se consideraba que a cada cazador le llega su espíritu forestal de año en año en la figura de una mujer. En una serie de pueblos de Siberia y entre los antiguos islandeses se creía que estos espíritus desempeñaban el papel de intermediarios (mediadores) entre los mundos de los dioses (de los demonios superiores) y de las personas.

La  referencialidad del árbol como axis mundis o eje del mundo valida esa misma función mediadora, el símbolo cultural del árbol de la vida o árbol cósmico sugiere una identificación tácita de mediador de existencia, creencia común en muchas culturas. [9]

Abdulwali Amílcar Aldama


[1] Marcos Yáñez Velasco, El bosque literario. Genealogía de un paisaje simbólico U. Pompeu Fabra, España, 2018. Como introducción a su tesis en profesor Yáñez Velasco plantea: “Cuando buscamos textos académicos dedicados al bosque encontraremos una lista interminable de estudios que lo traten desde la perspectiva de las ciencias medioambientales o de la ecología. Cada bosque será un ecosistema variado y complejo así como un recurso a gestionar, explotar y conservar. Sin embargo muy pocos son los estudios que valoran el bosque como lo que también es, un símbolo potente, prolífico, rico y complejo en el imaginario cultural de occidente. Es este sentido simbólico destacan los trabajos de Robert Pogue Harrison en el ámbito anglosajón, de Andrée Corvol en Francia y de Ignacio Abella, Ana Esther y Santamaría Fernández en España.”

[2] Esta estructura dual establece una relación personal que duplica esa otra relación fundamental que la cosmología mazdeísta expresa distinguiendo el estado mēnōk y el estado gētīk de los seres. Esta distinción no es exactamente la de lo inteligible y lo sensible, ni simplemente la de lo corpóreo e incorpóreo (ya que las Potencias celestes tienen cuerpos muy sutiles de luz); se trata más bien de la relación entre lo invisible y lo visible, lo sutil y lo denso, lo celeste y lo terrenal, dado por sentado que el estado gētīk, material, terrestre, no implica en absoluto en sí mismo una degradación del ser, pues él mismo, antes de la invasión ahrimánica, tenía -y lo volverá a tener después- un estado glorioso de luz, de paz y de incorruptibilidad. Cada ser se puede representar tanto en su estado mēnōk como en su estado gētīk (la Tierra, por ejemplo, en su estado celeste se designa como zām, y en su estado empírico, material, ponderable, como zamīk, persa zamin). Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, Ed. Siruela, Madrid 1996.

[3] El octavo clima es el mundus imaginalis ('ālam al-miṯāl), el mundo de las Formas imaginales. Entre los universos, el universo que posee dimensiones y extensión se divide en efecto en ocho climas. Siete de ellos son los Siete climas geográficos que constan de dimensiones y extensión, visibles para la percepción sensible. El octavo clima es aquel cuyas dimensión y extensión no dependen más que de la percepción imaginativa. Es el mundo de las Formas imaginales autónomas (literalmente "en suspenso", es decir, que no están en absoluto ligadas a un sustrato corruptible, sino en suspenso al igual que la Imagen está en suspenso en un espejo). En este mundo es donde se encuentran los cuerpos sutiles, los únicos que tienen capacidad para elevarse al cielo, mientras que los cuerpos materiales constituidos por la sustancia de los Elementos son radicalmente incapaces de ello. Otro tanto ocurre con determinados místicos y la mayoría de las cosas sorprendentes y extraordinarias que se manifiestan en los Profetas y los Iniciados tienen como causa el hecho de que alcanzan y acceden a ese mundo, conocen sus formas epifánicas y sus características propias. En cuanto a Ŷābalqā, Ŷābarṣā y Hūrqalyā, son los nombres de ciudades que existen en el mundo de las Formas imaginales, y el mismo Profeta ha llegado a pronunciar estos nombres. Hay que distinguir no obstante: Ŷābalqā y Ŷābarṣā son dos ciudades que corresponden al mundo de los Elementos del mundus imaginalis o mundo de las Formas imaginales, mientras que Hūrqalyā se encuentra en los Cielos de ese mismo mundo. Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, Ed. Siruela, Madrid 1996.

[4] Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, Ed. Siruela, Madrid 1996.

[5] Existen tres mundos en descenso reflejan la realidad existencial general y se estructuran en cuanto a su división en tres mundos o existencias (منظومة ال وائرالوحوجوديلة اللثلاث):     

•              El mundo del intelecto (العالم العقلي)

•              El mundo intermedio (العالم المثالي)

•              El mundo de los sentidos (العالم الحسي)

 El mundo del intelecto (العالم العقلي) o la existencia intelectual es el mundo del puro intelecto que está exento de materia e imagen, es el mundo de las categorías angélicas y el mundo más cercano al origen el más antiguo y el más fuerte. Allí se encuentran las realidades o arquetipos de todas las cosas y desciende de allí todas las perfecciones de los seres en sus dos horizontes, el intermedio y el de los sentidos y contiene en el a los dos.

El mundo intermedio (العالم المثالي) o la existencia intermedia es el mundo carente de materia, pero pletórico de la forma, es el mundo onírico y de la imaginación.

El mundo de los sentidos (العالم الحسي) o existencia de los sentidos es el último de los mundos y está compuesto de materia e imagen. Es el mundo de nuestra existencia, el mundo fenomenológico donde hacemos nuestra realidad y al mismo modo el mundo más denso.

[6] Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, Ed. Siruela, Madrid 1996.

[7] Idem. Sobre el sentido hierofánico de la figura del bosque-montaña Corbin expresa:

“Ahora podemos decir lo siguiente: Imago Terrae representa, al mismo tiempo que el órgano mismo de percepción, lo que se percibe de los aspectos y las figuras de la Tierra, no ya simplemente a través de los sentidos ni como datos sensibles empíricos, sino a través de la Forma imaginal, la Imagen-arquetipo, la Imagen a priori de la propia alma.

La Tierra es entonces una visión, y la geografía una geografía visionaria, una "geografía imaginal". A partir de ahí lo que el alma encuentra y conoce es esta Imagen suya y su propia Imagen. Esta Imagen que ella misma proyecta es a la vez la que la ilumina y la que le refleja las figuras a su Imagen, figuras de las que recíprocamente ella misma constituye la Imagen, es decir, los Ángeles femeninos de la Tierra que están hechos a Imagen de Daēnā-Anima. Por eso la fenomenología mazdeísta de la Tierra es en realidad una angelología.

Los estudios geográficos han desarrollado en nuestros días una disciplina original que se conoce como geografía psicológica, que tiende a descubrir los factores psíquicos que intervienen en la conformación de un paisaje. La presuposición fenomenológica que implica semejante investigación es que entre las funciones esenciales del alma, psique, está el proyectar una naturaleza, una fisis y, recíprocamente, cada elemento físico revela la actividad psico-espiritual que la impulsa. En este sentido, las categorías de lo sagrado "que posee el alma" se pueden reconocer en el paisaje del que se rodea y en el que configura su hábitat, bien sea proyectando la visión en una iconografía ideal, bien sea tratando de encajarlo y de modelar sus huellas en el propio suelo terrenal. Así es como las hierofanías de nuestra geografía visionaria proponen otros tantos casos especiales de psico-geografía o, más exactamente, de geografía imaginal. Nos limitaremos a señalar aquí rápidamente dos ejemplos.

El primer ejemplo lo aporta la iconografía de lo que se ha podido llamar "paisaje Xvarnah". ¿Cómo representar un paisaje terrestre en el que todo está transformado por esta Luz-de-Gloria que el alma proyecta? Cuando el alma mazdeísta capta esta Energía de luz sacra como fuerza que hace brotar el agua, germinar las plantas, desplazarse las nubes, nacer a los humanos, que ilumina su inteligencia, les confiere una fuerza sobrenatural victoriosa y los consagra como seres de luz revistiéndolos de una dignidad hierática -todo eso no puede ser objeto de una pintura representativa, sino de un arte esencialmente simbólico-. Como esplendor terrenal de la divinidad, el Xvarnah Imaginado por el alma transfigura la Tierra en una Tierra celeste, paisaje glorioso símbolo del paisaje paradisíaco del más allá. Se requerían pues composiciones que reunieran todos los elementos hierofánicos de esta Gloria y los transformaran en símbolos puros de una naturaleza transfigurada.

Tal vez el mejor ejemplo que haya llegado hasta nosotros se encuentra en un manuscrito tardío, considerado hasta ahora único en su género, cuyas pinturas a toda página y con maravillosos colores se realizaron en el sur de Persia, en Shiraz, a finales del siglo XIV (1398 a.C.). Y también, sin recurrir a los irritantes problemas de influencia material o de causalidad histórica, convendría recordar los paisajes de algunos mosaicos bizantinos.”Idem.

[8] La tradición del bosque sagrado, a menudo asociada al secretismo y a los ritos de iniciación, es común a muchas culturas. Grupos de árboles, o porciones de bosques naturales o plantados, se consideraban distintos del resto e intocables. Muchos de estos bosques mantienen hoy su significación: la Lista del Patrimonio Mundial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) incluye varios bosques reconocidos como sagrados por sus valores espirituales así como ecológicos. Ejemplos de ello son las Reservas de bosque pluvial del centro-este de Queensland, Australia, que contienen características geográficas consideradas como sagradas por los aborígenes; el Horsh Arz el-Rab (Bosque de los cedros de Dios) en Líbano, los bosques de monte Kenya en Kenya, venerados por los habitantes; y un bosque sagrado usado todavía por los sacerdotes en las ceremonias del arroz en las terrazas arroceras de Luzón, Filipinas.

[9] “El árbol de la vida es un motivo extendido en muchos mitos y cuentos populares por todo el mundo, mediante el cual las culturas trataban de comprender la condición humana y profana en relación con el reino de lo divino y sagrado. Muchas leyendas hablan de un árbol de la vida, que crece sobre el terreno y da vida a dioses o seres humanos, o de un árbol del mundo, a menudo vinculado a un «centro» de la tierra. Es probablemente el mito humano más antiguo, y tal vez un mito universal.

En la mitología del antiguo Egipto, los dioses tenían su asiento en un sicomoro, Ficus sycomorus, cuyos frutos se destinaban a alimentar a los bienaventurados. Según el Libro Egipcio de los Muertos, sicomoros gemelos flanqueaban la puerta oriental del cielo del que el dios sol, Re, salía cada mañana. Este árbol era considerado también como una manifestación de las diosas Nut, Isis y especialmente Hathor, la «Dama del Sicomoro». El Ficus sycomorus se plantaba a menudo cerca de las tumbas, y se creía que un muerto enterrado en un ataúd de su madera regresaba al vientre del árbol-diosa madre.

A menudo se tomaba el árbol de la vida como el centro del mundo. Se lo veía como unión de cielo y tierra, representación de un nexo vital entre los mundos de los dioses y los humanos. Oráculos, juicios y otras actividades proféticas se realizaban a su sombra. En algunas tradiciones, el árbol estaba plantado en el centro del mundo y era visto como fuente de la fertilidad terrestre y de la vida. Se creía que la vida humana descendía de él y que sus frutos daban una vida eterna; y si fuera cortado, toda fecundidad llegaría a su término. El árbol de la vida aparecía generalmente en novelas de aventuras en las que el héroe que buscaba el árbol tenía que superar para ello una serie de obstáculos en su camino.

El Árbol de la Vida de la Cábala (doctrina esotérica medieval del misticismo judío) tenía diez ramas, los Sefirot, que representaban los diez atributos o emanaciones por medio de las cuales lo infinito y lo divino entraría en relación con lo finito. El candelabro ramificado llamado menorah, uno de los más antiguos símbolos del judaísmo, tiene relación con el árbol de la vida. La forma de la menorah habría sido dictada por Dios a Moisés (Éxodo, 25:31-37); había de tener seis brazos, con copas en forma de flor de almendro, con capullos y flores. En los Proverbios 3:18, se dice que la sapiencia es «árbol de vida para los que de ella echan mano».

El llamado árbol del mundo, o árbol cósmico, es otro símbolo como el árbol de la vida. Había un árbol del mundo en el Jardín de Edén del libro del Génesis, y esta tradición es común al judaísmo, al cristianismo y al islam. Mitos del árbol cósmico son conocidos en los folclores haitiano, finlandés, lituano, húngaro, indio, chino, japonés, siberiano y chamánico del norte de Asia. Los pueblos antiguos, en particular hindúes y escandinavos, imaginaban el mundo como un árbol divino nacido de una sola semilla sembrada en el espacio; a veces estaba invertido (Hall, 1999). Los antiguos griegos, persas, caldeos y japoneses tenían leyendas que describían el árbol eje sobre el que gira la tierra. Los cabalistas medievales representaban la creación como un árbol con sus raíces en la realidad del espíritu (el firmamento) y sus ramas sobre la tierra (realidad material). La imagen del árbol invertido se ve también en las posturas invertidas en el yoga, en las que los pies se conciben como receptáculos de la luz solar y de otras energías «celestiales» que han de ser transformadas como el árbol transforma la luz en otras energías mediante la fotosíntesis (de Souzenelle, 1991).

Sin embargo, lo más corriente es creer que el árbol cósmico tiene sus raíces en el mundo inferior y sus ramas en lo más alto del firmamento. Se ha considerado siempre como natural y sobrenatural al mismo tiempo, es decir, perteneciente a la tierra pero de algún modo no de la tierra misma. Entrar en contacto con este árbol, o para vivir en o sobre él, suele significar siempre regeneración o renacimiento de un individuo. En muchos relatos épicos el héroe muere sobre el árbol y es regenerado. Hay también la idea de que el árbol del mundo contó la historia de los antepasados, y reconocer el árbol era reconocer el lugar del individuo como ser humano. Generalmente se pensaba que la madera de este árbol era la materia universal. En griego, la palabra hylé significa tanto «madera» como «materia», «primera sustancia» (Pochoy, 2001).

En la mitología nórdica, Yggdrasil («El Caballo del Terrible»), llamado también el Árbol del Mundo, era el fresno gigante que unía y daba cobijo a todos los mundos. Bajo sus tres raíces estaban los reinos de Asgard, Jotunheim y Niflheim. En su base había tres pozos: el Pozo de la Sabiduría (Mímisbrunnr), guardado por Mimir; el Pozo del Destino (Urdarbrunnr), guardado por las Nornas; y el Hvergelmir (Olla Rugiente), fuente de muchos ríos. Cuatro ciervos, que representaban los cuatro vientos, corrían por las ramas del árbol y comían los brotes tiernos. Otros habitantes del árbol eran la ardilla Ratatosk («dientes veloces»), notoria cotilla, y Vidofnir («serpiente del árbol»), el gallo dorado encaramado en la rama más alta. Las raíces eran roídas por Nidhogg y otras serpientes. Según la leyenda, el día de Ragnarok, el gigante de fuego Surt incendiaría el árbol. Otros nombres de Yggdrasil son Bosque de Hoddmimir, Laerad y Caballo de Odin

Los mitos nórdicos cuentan que el dios Odin fue sacrificado, murió y fue colgado de un Yggdrasil. Fue regenerado y volvió a la vida ciego, pero dotado por los dioses del don de la visión divina.

En el mito de Yggdrasil, el fresno pude haberse tomado como símbolo del eje del mundo porque la madera de fresno es particularmente resistente y al mismo tiempo muy flexible, curvándose antes que quebrarse. Ciertas sociedades anteriores a la Edad del Bronce hacían sus utensilios y armas con varas de fresno endurecidas al fuego. Por ejemplo en la Ilíada, el poema épico de Homero que narra la probable guerra del siglo XII o XIII a.C. entre la ciudad de Troya y los atacantes griegos, la palabra griega que significa «fresno» y «lanza» es la misma.” Judith Crews, Significado simbólico del bosque y del árbol en el folclore. F.A.O.

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